viernes, 24 de febrero de 2012

# 51

Después de tres días de búsqueda, Lucas Menghini, una de las tantas victimas de la falla de Balvanera, apareció sin vida en el fuelle que separa el tercer y cuarto vagón del tren 3772.
Como si fuera una macabra broma del destino, como si fuera la asquerosa frutilla del repugnante postre, el último recoveco de esperanza que quedaba en esta tragedia se perdió hoy pasadas las siete de la tarde.
El número 51 de la lista, un chico de 20 años quien, como tal, tenía toda una vida por delante, es un ejemplo tanto simbólico como concreto de lo que trajo aparejada esta desdicha.
Aunque se tratase de un caso aislado, aunque hubiese sido el único fallecido en el accidente, hubiese sido un hecho indignante para todos. Pero hubo otros 50 Lucas que se fueron antes de ayer, y otros tantos que resultaron heridos física y, sobretodo, psicológicamente. Esta circunstancia hace que se considere al caso de Lucas como “uno más”, lo cual es una terrible falta de respeto tanto para él, para los suyos, e inclusive para nosotros.
Nos hemos acostumbrado a contar las vidas. Como si fueran cuantificables, como si no valieran más que para la estadística. El ejemplo más evidente de estos días es “mueren 120 personas en una represión en Siria”, o mueren 400 personas congeladas por la ola de frío polar en Europa”. Es como si fueran simplemente números.
¿Desde cuándo importa tan poco la vida? Si cada persona es un universo, tenemos que entender que cada uno de nosotros es un proyecto andante, con un pasado, un presente y, principalmente, un futuro. Que detrás de cada dato estadístico hay seres humanos, como quien escribe, como quien esta leyendo esto en este momento. Con sus broncas, con sus virtudes, con sus alegrías, con sus desesperanzas y sus anhelos, con nuestras diferencias y similitudes, vivimos este regalo que se llama vida.
Un número, un hijo, un hermano, un sobrino, un amigo, un ciudadano, fue Lucas. Nunca lo conocí, probablemente ustedes tampoco. Pero por el simple hecho de que su vida fue tan valiosa como la de todos nosotros, les propongo no olvidarlo.
No olvidar que fue una victima y saber que si hay victimas, hay victimarios. Reclamar justicia para que estos victimarios, sean quienes sean, paguen las consecuencias de sus negligencias o su falta de amor por la vida y, por tanto, su falta de amor propio.

Para que no olvidemos al “número 51”, ni a ninguno de los demás. Para que su muerte no haya sido en vano, para que no haya más muertes que lamentar. Debemos empezar a interesarnos un poco más en buscar mejorar las cosas, en desenmascarar a quien corresponde, en luchar contra quienes conciente e inconcientemente atentan contra ustedes, nosotros, contra todos. A dejar de esperar que las cosas se arreglen solas, a que las arreglen “ellos”, porque evidentemente hay cosas que no se hicieron y no se están haciendo.
Porque aunque no sean altruistas, inclusive si son las personas más egoísta del mundo, no les gustaría ser un Lucas más, o que un Lucas más se les vaya de su vida.

A la memoria de Lucas Menghini Rey, y de quienes se fueron con el.

miércoles, 22 de febrero de 2012

La próxima estación - Pino Solanas

Con lo acontecido en el día de ayer, se reaviva la discusión respecto a la situación del transporte público, en este caso ferroviario, en la Argentina. Les dejo el aporte del odiado y querido Pino solanas a la causa, con su documental "La próxima estación" del año 2008.

La falla de Balvanera

El ejercicio de echarle la bola al otro, de lavarse las manos y mirar para otro lado resulta de lo más sencillo. De hecho, es lo que la gran mayoría de la gente suele hacer cuando hay algo que anda mal. Es bastante fácil pensar o decir “por culpa DE pasó TAL cosa”.
Esto nos hace caer directamente en una palabra de uso común: la negligencia. Ésta puede ser definida como “la falta de cuidado o el descuido. Una conducta negligente, por lo general, implica un riesgo para uno mismo o para terceros y se produce por la omisión del cálculo de las consecuencias previsibles y posibles de la propia acción.”La vemos todos los días, desde una persona que tira un papel a la calle, descuidando así el medio ambiente, hasta una mala praxis en un hospital, pasando por un accidente provocado porque el conductor pasó en rojo el semáforo.
En las grandes tragedias lo vemos claramente: en el futbol, en los hospitales, en los boliches, en las escuelas, en la ruta. Hoy le tocó al transporte público.

Como todos los que tuvimos contacto mínimamente con algún medio sabemos, hoy por la mañana un tren de la línea Sarmiento chocó contra el freno hidráulico de la estación de Once. Hasta este momento el saldo es de más de 600 heridos, 49 muertos, y contando.
Como sucedió con Cromagnon, o con la inseguridad en los hospitales públicos, o cuando se derrumba un edificio, o cuando un avión se cae; luego del normal y necesario lamento, viene la aún más normal búsqueda del/los culpable/s. Es entonces cuando la bola empieza a girar, pasando de funcionario en funcionario, de ente en ente, de institución en institución, y de persona a persona. Suele pasar que nunca nadie tiene la culpa, que no sabe, que no lo maneja eso, que hizo su parte y hubo una falla en otro sector, que revisará qué fue lo que pasó, etc.
Hoy escuchábamos y veíamos en los medios a los que tenemos acceso regularmente, que el delegado culpaba a un dirigente, que la culpa es de TBA, del ministro de transporte de la ciudad, del de nación, o del maquinista, o del mecánico que sabía que ese tren no estaba en condiciones de salir a circular.
Esto esta en plena investigación, pero ya lo hemos visto muchas veces, por lo que la tendencia nos lleva a preguntarnos: ¿Y si la culpa es compartida? ¿Si todos y cada uno de los que mencionados tiene cierta cuota de responsabilidad, o por no regular el servicio como corresponde, o por no chistar cuando vio que algo andaba mal? ¿Y qué sucede si hasta nosotros, los pasajeros, los que aun vivimos y los que se fueron, tenemos cierto grado de responsabilidad?
Quien viaja en tren a diario, sabe que el servicio esta lejos, muy lejos, de ser el ideal. Que los trenes han sido comprados hace décadas, que se viaja cual ganado en condiciones deplorables, que las vías no están mantenidas como corresponde, que inclusive el servicio no llega a ciertos puntos del país donde antes llegaba y debería seguir llegando. Quizás sea momento de dejar de esperar que la solución venga “de arriba” y empezar a hacerse escuchar uno, porque tal como vimos hoy, las irregularidades son monstruosas y desembocan en hechos lamentables como éste, y podemos seguir esperando sentados, o parados y asfixiados, como solemos viajar, a que se tomen medidas que mejoren la calidad de este servicio, o al menos que las hagan desprovistas de riesgo de muerte.
Esperemos que esto no se dilate, como también suceder un par de meses después de ocurrida la tragedia; que no quede en una indemnización a los familiares y una serie de declaraciones de diferentes personajes públicos; en un par de días de duelo nacional o en un profundo lamento toda la sociedad.
La mencionada tendencia nos lleva también a pensar que “tienen que pasar las cosas para que alguien haga algo al respecto”. Ya es tarde, ya pasó. Luego del duelo tienen que ponerse a trabajar “ellos” (TBA, los ministros, los entes reguladores, etc.), pero también “nosotros”, en calidad de pasajeros, o simplemente de miembros de una sociedad que, como hoy todos lamentamos, sigue teniendo fallas muy profundas.

jueves, 16 de febrero de 2012

La esclavitud: vivita y coleando

¿A qué le suena la palabra “esclavitud”? Lo primero que se le vendrá a la mente será, si no me equivoco, a un negro africano trabajando en condiciones infrahumanas, pongámosle, en una mina o en un ingenio de azúcar.
Claro que esta en lo cierto. Probablemente la esclavitud exista desde aquél momento de la historia en el que, parafraseando a Marx, se dio la división entre trabajo manual y trabajo intelectual. Claro que también el modelo de esclavo es el que mencionamos líneas más arriba.
Pero también claro está que la esclavitud (Abolida varias veces, oficialmente en 1949 por la Asamblea General de la ONU) sigue existiendo, y en algunas partes, en peores condiciones que las de aquél negro del ingenio.
Todo proceso muta, revistiendo otras formas con el correr el tiempo, y la esclavitud, para lamento de todos e indiferencia de muchos, no es la excepción.
Si consideramos a la esclavitud como «el estado o condición de un individuo sobre el cual se ejercitan los atributos del derecho de propiedad o algunos de ellos», podemos pensar que dicha condición persiste actualmente, bajo otras formas, mas invisibles y menos institucionalizadas que antaño.
La esclavitud hoy día se da en varios niveles. El más explicito lo vemos en los talleres clandestinos, en donde persiste el trabajo infantil y en donde la explotación al inmigrante esta a la orden del día. No solo talleres, sino todo tipo de trabajo forzado, rural o urbano, en el que el propietario dispone a su antojo de la fuerza de trabajo de aquellos que no encuentran otra opción que hacerlo para subsistir, aprovechándose de tal condición.
Otro nivel es el de la prostitución, que empieza con una promesa de trabajo, sigue con un viaje desde lugares lejanos y termina con una suerte de secuestro, maltrato y degradación de las jóvenes. La trata de blancas, que es la más explicita modalidad de la llamada violencia de género, es a su vez una de las más terribles formas de la esclavitud moderna. Esta violencia es ejercida también dentro del mismo núcleo familiar, en donde persisten ciertas estructuras patriarcales en las cuales la agresión no es solo física, sino también psíquica.
Pasando a otro nivel de análisis ¿Quién no se quejó alguna vez, o varias veces, de la rutina? Podríamos considerarla como cierta forma de esclavitud, más sutil claro esta. El trabajo, ese trabajo que con tanto pesar debemos realizar para poder comer o suplir nuestras necesidades, nos tiene la mayoría de las veces atados de pies y manos. Volvemos, como en el articulo anterior, al postulado Sartreano: el que dice que la vida misma se trata de puras elecciones…quizás estaba en lo cierto, pero cuando entran variables como “una familia que mantener”, “gustos que darse”, o lisa y llanamente “tener algo para comer”, la elección se complejiza bastante.
¿Y el consumo? ¿Hasta qué punto somos libres de elegir lo que necesitamos y lo que necesitan algunos que necesitemos? Siguiendo el concepto de las “necesidades creadas”, no es tan descabellado pensar que la publicidad y el marketing se la han ingeniado muy bien para ubicar una necesidad donde no la hay. Pensemos en el ejemplo más claro que es el del desarrollo tecnológico: ¿es realmente necesario cambiar un celular cada dos meses, un televisor por un LCD, inclusive el auto después de poquísimos años de uso? es una herida al ego y a nuestra capacidad de decidir inteligentemente, pero ¿por qué no pensar que una de esas tantas cosas que escapan a nuestro dominio?
En última instancia, la esclavitud moderna no es más que un estado mental. Dicen que no hay peor esclavo que aquél que se sabe libre: probablemente esa sea la peor de las esclavitudes, la falsa conciencia de una libertad ilusoria. Suena fuerte pero, quizás todos somos esclavos y libres en algún punto, el primer paso para salirse de esa esclavitud es darse cuenta de que realmente uno no puede elegir o decidir libremente.

domingo, 12 de febrero de 2012

La Cracia del Demos

Probablemente la democracia sea el sistema representativo que las sociedades “civilizadas” y modernas consideran como el más perfecto, pero dado que el mundo no siempre funciona como debería, nos podemos preguntar ¿Hasta qué punto es efectivo este sistema?
Con lo que sabemos, pensemos en la Argentina: para una gran parte, sino la mayoría de la población, la democracia consiste en ir a votar cada cuatro años al presidente, o cada dos años a los legisladores. Más allá de esto, al concepto se lo asocia con una vaga idea de libertad y de pluralismo.
Ahora bien, sin excluir lo anteriormente mencionado, pensemos en su alcance: en tanto acto cívico y en tanto ideal meramente abstracto. Probablemente la democracia consista en un accionar mucho más complejo y activo; su mismísima etimología puede darnos una mano:

Demos = Pueblo                  Cracia = Gobierno/poder

Fue pensada en éstos términos desde su gestación: el poder del pueblo, el gobierno del pueblo.
¿Qué implica esto? ¿A qué atañerá esa idea de “pueblo”? No son preguntas de una simple o única respuesta, pero podemos aventurarnos a decir que esto significa que el verdadero gobierno consiste en el poder que el pueblo, entendido como la totalidad de la población, este dispuesto a ejercer. Entonces sigámonos preguntando ¿Hasta qué punto el pueblo esta dispuesto a ejercer este poder? Ese puede que sea el quid de la cuestión.
El hecho de que el pueblo sea quien detente el poder, desemboca en el que tenga la potestad de elegir a sus representantes (delegando y, por tanto, concentrando este poder), y de deponerlos en caso de que no cumplan con sus obligaciones. Es decir, el pueblo (al menos técnicamente) puede hacer tanto subir como bajar a quien lo represente. Aquí es donde entra en juego el voto.

El pueblo elige, el pueblo juzga, el pueblo es libre. Es libre de moverse a su antojo en las esferas sociales, de un centro de poder a otro. Sartre decía que la vida es una cuestión de elecciones. Vuelven los interrogantes: ¿Es que el pueblo será verdaderamente libre? ¿La vida en democracia garantiza necesariamente la libertad?
Tengamos en cuenta que nos movemos dentro del limitado y riguroso marco de la Norma, por lo que, de movida, estamos hablando de una libertad relativa. Claro que probablemente sin esta norma sería todo bastante más caótico, ya decía Hobbes que “el hombre es el lobo del hombre”.
De cualquier manera, no solo la ley limita el accionar del hombre, sino también los condicionamientos materiales que entran en un juego dialéctico con los condicionamientos psico-socio-culturales. El pueblo, pretendidamente libre, ve coartada su libertad por limitaciones económicas y culturales que desembocan directamente en su opresión.

El aspecto plural de la democracia suele asociarse con la oferta de propuestas que, en la mayoría de los casos, solo es tenida en cuenta a la hora de votar.
Partiendo de la clásica división entre la izquierda y la derecha, el pueblo elige entre una gama de propuestas, que muchas veces no tienen más sustento que aquél apoyado en los lugares más comunes: abogar por la igualdad y el bienestar general de los individuos. La mencionada pluralidad se disuelve cuando la reproducción del fin se vuelve mecánica y cuando, al mismo tiempo, los medios para alcanzarlos pecan de imprecisos.
Por otra parte, la pluralidad se expresa en la variedad de voces, siempre dispuestas a imponer su verdad, pero pocas veces capaces de sustentarla con argumentos fuertes. En este sentido, y sin intenciones de caer en elitismos al estilo de Adorno y Horkheimer, esa variedad de voces se traduce en un círculo vicioso que desemboca en el peor de los males: la crítica destructiva.


Hemos de ser concientes de que la democracia va más allá, mucho más allá del simple acto de emitir un voto, o de las ya mencionadas sensaciones de libertad y de pluralidad.
Si nos reconocemos como pueblo, debemos reconocer nuestros derechos inmanentes y permanentes. Saber que el estado es más que un gobierno, saber que somos parte fundamental de ese estado (cuyo gobierno, insisto, somos capaces de poner o deponer), y que nuestra voz, en tanto actor colectivo, debe ser escuchada siempre que se trate de una lucha auténtica. Para este pueblo, así como para cualquier otro, lo auténtico reside en que sea lo mejor para todos.
La democracia es, por sobre todas las cosas, involucrarse y denunciar lo que se considere que esta errado. La democracia es enderezar el camino en caso de que éste sea guiado por la ceguera que implica el poder.
Aquí no hablo ni de la revolución permanente, ni del caos anarquista, sino de una simple (y a la vez compleja) cuestión: si algo anda mal, no esperar a que se arregle solo o “desde arriba”, sino preocuparse e intentar contribuir para lograr sortear el problema. Algo tan simple para unos y tan, pero tan difícil para otros como no “quedarse en el molde” cuando algo nos inquiete.
Pensémoslo dos segundos: ¿Cómo las cosas han de cambiar o mejorar si mi crítica no conlleva ninguna propuesta para que se supere la situación actual? A eso apuntaban las líneas arriba escritas: no hay mayor mal que la critica destructiva. Claro que de la crítica es el primer paso para cambiar el estado de las cosas, o al menos algún aspecto del mismo, pero hemos de esforzarnos para nos quedarnos allí. La consigna debe ser construir, y no deconstruir. Dar un paso más allá, al entender que no existen los blancos o negros sino eternos grises, de los cuales pueden extraerse los elementos para alcanzar una salida superadora. Hegel nos planteaba que para una tesis, existe una antitesis, de cuya conjunción se llega a una síntesis. Dicho en criollo, esto no es otra cosa que rescatar lo bueno de lo malo, tener en cuenta lo malo de lo bueno para alcanzar un estado superior y conciliador.
Caer en la soberbia de pensarse o saberse perfecto y terminado, no hace mas que obstaculizar el progreso de un hombre que Freire concibe como histórico e inacabado.
Entender la real libertad que implica la democracia, es reconocer que detentamos un poder que no conocemos, o que no nos dejan conocer, poder mediante el cual podemos alcanzar ese estado de igualdad y bienestar que, hasta el día de la fecha, registra escasas experiencias en la historia universal.